Ayer sábado 20 de septiembre, en horas de la madrugada, Iván Simonovis regresó a su casa. Nueve años y 299 días después desde el momento en que cayó en una prisión tan larga como injusta, “El Prisionero Rojo” al fin volvió a su casa, al calor de su hogar, al amor de su esposa, al abrazo de sus hijos. No regresó en libertad plena, como debiera, ya que él jamás cometió delito alguno, como lo demuestran las actas del mismo proceso judicial que por presión política terminó insólitamente en condena. Como informó Bony Pertiñez de Simonovis en su cuenta en la red social twitter, la jueza de ejecución acordó otorgarle “detención domiciliaria con apostamiento del SEBIN” a fin de que el comisario reciba adecuado tratamiento médico. Adicionalmente tiene “prohibición de realizar actos de proselitismo político, de dar declaraciones a medios de comunicación y de utilizar redes sociales”. Pero con todas estas injustas limitaciones, el que esté en su casa es una noticia que millones de venezolanos hoy reciben con alegría. En los tiempos que corren, una alegría incompleta es muchísimo más que una tristeza. Y la diferencia se siente en el corazón.
Sobre Iván se ha escrito mucho. Con seguridad se seguirá haciendo. Su condición de servidor púbico intachable, la cantidad de vidas que protegió y salvó a lo largo de su carrera profesional, lo injusto del proceso al que fue sometido (ejemplo claro de aplicación del llamado “derecho penal del enemigo”) y la forma en que, a pesar de su calvario, es capaz de expresarse no desde el odio y el rencor, sino desde la fe y el optimismo convertido en disciplina, garantizan que será mucho y muy bueno lo que en adelante se escribirá sobre él. Pero hoy queremos dedicar estas líneas a su esposa.
En efecto, Bony Pertiñez de Simonovis encarnó durante estos casi diez años la decisión, férrea y amorosa, de no permitir que su esposo -además del castigo de la cárcel- recibiera la tortura del olvido. Bony fue bandera de solidaridad y campana de alerta, motor de actividades y faro de esperanzas. Pero además de eso, de llevar sobre sus hombros la muchas veces pesada carga de la solidaridad para con su esposo preso, Bony tuvo que enfrentar también cobardes agresiones contra sus hijos, menores todos cuando tales agresiones ocurrieron, y contra ella misma. La ceguera sectaria y el prejuicio ideológico llevo a algunos compatriotas a niveles críticos de miseria humana, hasta el punto de agredir una casa donde sólo se encontraban la mujer y los hijos de un preso político. Pero como la polarización es una enfermedad degenerativa que ataca no sólo a un lado del cuerpo social, a Bony también le tocó enfrentar las agresiones verbales, descalificaciones gratuitas y una que otra procacidad proferidas por supuestos “demócratas” que no le perdonaban que ella usara todos los recursos a su alcance, “diálogo” incluido, para procurar la libertad de su esposo preso.
Todo eso y mucho, mucho más, le tocó enfrentar a Bony Simonovis. Y lo hizo como suelen hacerlo las mujeres venezolanas: Con garra y con gracia, con abnegación y con elegancia, con firmeza y dulzura, sin ceder ni un milímetro en la defensa de sus principios y valores, y al mismo tiempo con la habilidad para vencer los obstáculos que otros hubieran considerado insalvables. Con su entereza, con su actitud y conducta, Bony ha obtenido frente a la represión y a la inmoralidad la más importante de las victorias: la de la moral sobre la fuerza, la de la generosidad sobre el egoísmo, la del amor sobre la mezquindad bastarda disfrazada de “Razón de Estado”.
Además de su lucha, Bony Pertiñez de Simonovis nos da a todos los venezolanos el regalo de su ejemplo. Frente al gigantesco poder de un Petro-Estado ejercido sin límites éticos ni escrúpulos morales no es difícil, ciertamente, albergar temor. Pero la gesta de Bony nos muestra como tener miedo no es motivo suficiente para no hacer lo que hay que hacer. Tener miedo ante una situación que en efecto constituye una amenaza no sólo es normal, sino que es propio de la salud: el miedo no es más que una señal de alarma para la preservación del individuo. Pero una cosa es “tener miedo”, y otra muy distinta es permitir que el miedo te tenga, te paralice o, peor aún, te convierta en cómplice del dominador, del carcelero, del censor, de quien hace uso y abuso del poder.
El preso político que pasó más tiempo en las cárceles del franquismo fue Fernando Macarro Castillo, más conocido por su nombre literario, “Marcos Ana”. La dictadura lo acusó de haber cometido tres asesinatos. En sus memorias, el poeta comentó al respecto: “En mi caso personal quedé impresionado y perplejo por las acusaciones del fiscal. Me hacían responsable de hechos sucedidos en Alcalá de Henares por los que ya habían sido juzgados muchos compañeros y algunos de ellos fusilados. Era la práctica habitual en aquella época confusa, especialmente en los pueblos: imputar a los dirigentes más conocidos la responsabilidad de todo lo ocurrido en el lugar.” Cualquier similitud con hechos recientes, seguramente no es mera coincidencia…
Preso desde 1938 y liberado en 1961 por las gestiones desplegadas por la entonces recién nacida organización Amnistía Internacional, los versos de Marcos Ana fueron difundidos en Venezuela por un grupo de españoles republicanos llamado “Libertad Para España”, que los publicó en un folleto que tenía el nombre de uno de los poemas, “Te llamo desde un muro”. En ese pequeño libro había un poema que debajo del título tenía una breve dedicatoria: “A la abnegada mujer del preso”. Hoy queremos cerrar estas líneas en homenaje a Bony de Simonovis (en las que también rendimos homenaje a todas las venezolanas que son esposas, madres, novias e hijas de presos de conciencia) con ese texto, porque es perfectamente congruente dedicar a la esposa de “El Prisionero Rojo” un poema titulado precisamente “Roja Energía”:
“Hacia la vida voy. Mujer, te llevo
como un ala de lumbre a mi costado.
Tus manos, junto a mí, cuenco dorado
de luz y de esperanzas donde bebo.
Oh, palmas clamorosas donde pruebo
el frescor de tu río desvelado.
Honda rama de amor. Dulce cayado
–descanso de mi sien–, verde renuevo.
La fuerza de tu sangre es en mis venas
un ímpetu de mar, y tu alegría
florece en las laderas de mis penas.
¡Oh, lealtad, amor, roja energía
que puede con el muro y las cadenas
y hasta el viento de espaldas tumbaría!”