Columna publicada originalmente el domingo 11 de septiembre de 2016 en los diarios La voz y 2001
Los procesos políticos tienen sus
tiempos. Determinados por realidades económicas y limitados por
condicionamientos institucionales, muchas veces las necesidades, las urgencias
y sobre todo la ansiedad de las personas dejan muy atrás las posibilidades de
las instituciones y los actores políticos de dar respuestas que la sociedad
pueda considerar oportunas. "Los tiempos de la política no son los tiempos
de la gente", exclama entonces la calle, en son de queja. Y no deja de ser
verdad...
Pero exactamente lo contrario ocurre con
los tiempos en las crisis políticas. En las crisis los acontecimientos se
desbocan, los tiempos se aceleran y las situaciones cambian con más rapidez que
la capacidad de la gente para asimilar que tales cambios están siquiera
ocurriendo. "En tiempos de crisis la realidad cambia con más velocidad que
las representaciones sociales de esa realidad", suelen decir los
comunicólogos. Y, nuevamente, tal afirmación está en lo cierto.
Nuestro país está hoy en el segundo caso.
Acostumbrados como estamos al uso y abuso de la palabra "crisis"
(según algunos llevamos 33 años ininterrumpidos de crisis, desde el Viernes
Negro de 1983), no advertimos que desde antes de esa fecha nos encontramos en
realidad en un largo proceso de deterioro del proyecto nacional que procuraba
la construcción de una democracia liberal y de un estado de bienestar sobre la
base exclusiva del rentismo petrolero. Ese proceso vivió varias circunstancias
críticas que fueron evidenciando el agotamiento del modelo (el mismo Viernes
Negro de 1983, el Caracazo de 1989 o las intentonas de Golpes de Estado de
1993), pero en cada una de esas circunstancias se impuso la creencia de que
"el modelo está correcto, solo hay que hacer ajustes en su administración".
Así hasta que llegamos a 1998, cuando las incoherencias de las élites políticas
y económicas de la época hicieron posible que el golpista fracasado de 1992 se
convirtiera en el presidente electo de 1998.
Pero ni siquiera entonces se produjo en realidad
una modificación sustantiva del modelo agotado. Por el contrario, ese
modelo se reforzó, sobre todo en sus características más negativas. Hay una
expresión popular venezolana que pretende ser jocosa, pero en realidad es
resignada, según la cual "en Venezuela la vaina está buena, pero mal
repartida". Quienes llegaron al poder en 1999 creían firmemente eso, y
pensaron que simplemente repartiendo de manera distinta "la vaina",
es decir, la renta petrolera, podrían producirse cambios positivos y sostenibles
en la calidad de vida, que nos llevarían a vivir en el paraíso marxista llamado
"Justicia Social".
El resultado fue al revés: A pesar de
haber vivido durante 12 de estos últimos 17 años la bonanza petrolera más alta
y más larga de toda nuestra historia, la economía venezolana está hoy destruida
en su capacidad de producir bienes y servicios y en su capacidad de generar
empleos de calidad y bien remunerados, mientras nuestra sociedad conoce el
hambre y la enfermedad que creía haber superado para siempre en las primeras
décadas del siglo XX.
Nadando en una marejada de dinero
producto de los altísimos precios internacionales del petróleo que estuvieron
vigentes hasta septiembre de 2014, y sin los controles institucionales y
sociales que procuraran una administración medianamente profesional de tales
recursos, la alta burocracia estatal se convirtió en la más corrupta del
planeta, completándose así la tenaza capaz de convertir en miserable a
Venezuela: Por un lado, un modelo económico que ya no sólo es rentista sino que
-al adquirir a partir de 1999 el sesgo socialistoide que lo convierte en
enemigo de la iniciativa privada- se transformó en EXCLUSIVAMENTE rentista, es
decir, en enemigo de la generación de riqueza a través del trabajo, y por ello
inclinado a la reproducción y distribución de pobreza; Por otro, una alta
burocracia hiper-corrupta, cazadora de la renta petrolera que en teoría (y solo
en teoría) "ahora es del pueblo".
Fue esa combinación de modelo económico
agotado, de prejuicio ideológico tóxico y de clase política extremadamente
corrupta lo que nos hizo llegar a este llegadero, a ésta Venezuela sin
alimentos en los mercados y sin medicinas en las farmacias. Durante 14 de estos
últimos 17 años la combinación de petrodólares abundantes y liderazgo
carismático irresponsable hizo que este deterioro acentuado describiera una
lenta espiral descendente, que mucha gente terminó percibiendo como parte de
una nueva "normalidad". Pero los dos ingredientes del coctel
“normalizador” desaparecieron casi simultáneamente: En marzo del 2013 el gobierno anuncia el
fallecimiento del Presidente Chávez, y desaparece con él la capacidad
discursiva del régimen de justificar lo injustificable; en septiembre de 2014
caen los precios internacionales del petróleo, anulando de esa manera la capacidad
del régimen de encubrir a realazos sus ineficiencias…
Es así como entramos en la etapa
madurista. Maduro no preside exactamente un gobierno, sino una catástrofe sin
caretas ni atenuantes. Ya el dinero no alcanza para la corrupción y para
financiar las importaciones. La cúpula corrupta tenía al cierre del 2014 tres
requerimientos: Su propio bolsillo, la
deuda externa y las necesidades de la gente… Y decide sacrificar a la gente. Es
así como en los últimos tres años se generalizan las colas, la muerte por falta
de medicamentos, el control del territorio por los pranes. Los intentos del
régimen de mantener la “sensación” de normalidad se estrellan contra la
realidad. Ni reprimiendo la oposición,
ni diciéndole al pueblo chavista que “Maduro es el hijo de Chávez”, logran
encubrir el desastre. Lo que antes era una lenta espiral de deterioro se
transforma en una veloz caída libre. Por
eso pierden las elecciones del 6D, y por eso las encuestas revelan hoy que ocho
de cada diez venezolano quieren a Maduro fuera del poder. Así están las cosas cuando llegamos al 1 y 2
de septiembre de 2016.
El primero de septiembre, en La Toma de
Caracas, la Unidad Democrática demuestra no sólo que somos mayoría, sino que
somos una mayoría con control, apegada a una estrategia de cambio pacífico, con
un liderazgo responsable capaz no de “surfear” el descontento sino de
conducirlo. El 2 de septiembre Maduro demuestra en Villa Rosa que no es capaz
de gobernar ni sus emociones ni sus reacciones, y que tiene dificultad para
dirigir incluso a sus más inmediatos colaboradores, incluyendo a sus anillos de
seguridad. La suma de ambos efectos es
contundente y clara: Maduro no está en
control de la situación; La Unidad demostró que si puede hacerlo.
Estamos pues en plena crisis de
gobernabilidad. Al caos económico y al profundo malestar social se suma ahora
la certeza de que el gobierno no esta en control ni de si mismo. Una situación
muy peligrosa, porque puede ser el momento esperado por los pescadores en rio
revuelto, por los “tiradores de paradas”, buscadores de atajos y demás
oportunistas, sobre todo de aquellos que (por tener cuentas pendientes con la
justicia, dentro y fuera del país) temen que una solución electoral implique la
pérdida de impunidades e inmunidades.
Ante esta situación la única posición responsable es acelerar la
construcción de la solución electoral, acudiendo a la fuente primaria de toda
legitimidad que es la voz de El Soberano, en una consulta electoral adelantada
que tiene asidero en el articulo 72 de nuestra Constitución que establece el
derecho del pueblo a convocar un Referendo Revocatorio.
Queda claro entonces: En esta Venezuela post Toma de Caracas y
marcada por el #EfectoVillaRosa, los únicos beneficiados por la estrategia de
retrasar el RR son los golpistas. Esos,
por cierto, que buscan envenenar aun más el clima político acentuando la
represión, deteniendo alcaldes y persiguiendo dirigentes políticos, aunque para
ello deban pasar por encima de la Fiscalía General de la República y desairar
públicamente a la Defensoría del Pueblo.
La disyuntiva está frente al país: O Referendo Revocatorio 2016, con
garantías para los actores, con una visión clara y compartida de que el país
post cambio tiene que ser una Venezuela en la que que quepamos todos y en la
que todos podamos convivir, o el golpe de estado continuado de quienes solo
violando la Constitución pueden permanecer en el poder.
La inmensa mayoría de los venezolanos,
esa que quiere cambio seguro y en paz, se impondrá a los minúsculos grupos que
fantasean con “un sangrero”. La Nueva
Mayoría Nacional esta demostrando que es capaz de liderar una transición a la
democracia en paz, y un proceso de reconstrucción nacional inclusivo y
solidario. Lo que viene no es la
violencia de los revanchistas ni la de los que buscan extender su
impunidad. Aquí lo que viene es
convivencia, reconciliación y progreso para todos. ¡Para alla es que va vamos! ¡Palante!
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